El primer tratado que escribí expresamente sobre este tema, fue publicado a fines de ese año.
A fin de que nadie tuviera prejuicios antes de leerlo, le di el título indiferente de “El Carácter de un Metodista”. En este tratado describí al cristiano perfecto, escribiendo en la primera página, “No que yo lo haya obtenido”. Incluyo partes de ese tratado sin ninguna alteración: Un metodista es uno que ama a su Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, y con toda su fuerza. Dios es el gozo de su corazón, y el deseo de su alma, la cual continuamente clama: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” ¡Mi Dios y mi todo! ‘La roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre’ ” (Salmos 73:25, 26).
Es por lo tanto feliz en Dios, feliz, como teniendo en sí una fuente de agua viva inundando su alma de paz y gozo. Habiendo el perfecto amor echado fuera el temor, se regocija para siempre. Su gozo es completo, y sus huesos claman: “‘Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva,. . . para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros’ (1 Pedro 1:3, 4), y es para mí.” Y cualquiera que tiene esta esperanza llena de inmortalidad, en todo da gracias, sabiendo que aquella (sea lo que fuere) es la voluntad de Dios en Cristo Jesús tocante a él.
De El, pues, recibe alegremente todas las cosas, diciendo: “Buena es la voluntad del Señor”; y sea que el Señor le dé o le quite, bendice su santo nombre. Esté en comodidad, o en ansiedad, en salud o en enfermedad, en vida o en muerte, da gracias de lo más profundo de su corazón a Aquel que lo ordena para bien, en cuyas manos ha encomendado completamente su alma y cuerpo, “como a fiel Criador”.
Por lo tanto, por nada está afanoso, pues ha puesto toda su confianza y echado toda su solicitud en Aquel que tiene cuidado de él, y ha hecho notorias sus peticiones delante de Dios con hacimiento de gracias.
El, verdaderamente, ora sin cesar; el lenguaje de su corazón es en todo tiempo éste: “A ti es mi boca, aunque sin voz; y mi silencio te habla.” Su corazón está elevado a Dios en todo tiempo, y en todo lugar.
En esto nunca es estorbado, ni menos interrumpido por persona o cosa alguna. En el retiro, o en compañía, en ocio, en negocios o conversaciones, su corazón está siempre con el Señor. Ya esté acostado o levantado, Dios está en todos sus pensamientos; camina con Dios continuamente, teniendo el ojo amante de su alma fijo en El, y por todas partes viendo a Aquel “que es invisible”.
Y amando a Dios, ama a su prójimo como a sí mismo: ama a todos los hombres como a su propia alma. Ama a sus enemigos y a los enemigos de Dios. Y si no está en su poder hacer bien a los que le aborrecen, sin embargo no cesa de orar por ellos, aunque rechacen su amor, y aun más, aunque lo desprecien y persigan. Lo hace, puesto que es “de limpio corazón”. El amor ha purificado su corazón de la envidia, malicia, ira, y toda mala índole. Le ha limpiado de orgullo el cual sólo trae contención, y tiene ahora “entrañable misericordia, de benignidad, (FRAGMENTO)
A fin de que nadie tuviera prejuicios antes de leerlo, le di el título indiferente de “El Carácter de un Metodista”. En este tratado describí al cristiano perfecto, escribiendo en la primera página, “No que yo lo haya obtenido”. Incluyo partes de ese tratado sin ninguna alteración: Un metodista es uno que ama a su Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, y con toda su fuerza. Dios es el gozo de su corazón, y el deseo de su alma, la cual continuamente clama: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” ¡Mi Dios y mi todo! ‘La roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre’ ” (Salmos 73:25, 26).
Es por lo tanto feliz en Dios, feliz, como teniendo en sí una fuente de agua viva inundando su alma de paz y gozo. Habiendo el perfecto amor echado fuera el temor, se regocija para siempre. Su gozo es completo, y sus huesos claman: “‘Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva,. . . para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros’ (1 Pedro 1:3, 4), y es para mí.” Y cualquiera que tiene esta esperanza llena de inmortalidad, en todo da gracias, sabiendo que aquella (sea lo que fuere) es la voluntad de Dios en Cristo Jesús tocante a él.
De El, pues, recibe alegremente todas las cosas, diciendo: “Buena es la voluntad del Señor”; y sea que el Señor le dé o le quite, bendice su santo nombre. Esté en comodidad, o en ansiedad, en salud o en enfermedad, en vida o en muerte, da gracias de lo más profundo de su corazón a Aquel que lo ordena para bien, en cuyas manos ha encomendado completamente su alma y cuerpo, “como a fiel Criador”.
Por lo tanto, por nada está afanoso, pues ha puesto toda su confianza y echado toda su solicitud en Aquel que tiene cuidado de él, y ha hecho notorias sus peticiones delante de Dios con hacimiento de gracias.
El, verdaderamente, ora sin cesar; el lenguaje de su corazón es en todo tiempo éste: “A ti es mi boca, aunque sin voz; y mi silencio te habla.” Su corazón está elevado a Dios en todo tiempo, y en todo lugar.
En esto nunca es estorbado, ni menos interrumpido por persona o cosa alguna. En el retiro, o en compañía, en ocio, en negocios o conversaciones, su corazón está siempre con el Señor. Ya esté acostado o levantado, Dios está en todos sus pensamientos; camina con Dios continuamente, teniendo el ojo amante de su alma fijo en El, y por todas partes viendo a Aquel “que es invisible”.
Y amando a Dios, ama a su prójimo como a sí mismo: ama a todos los hombres como a su propia alma. Ama a sus enemigos y a los enemigos de Dios. Y si no está en su poder hacer bien a los que le aborrecen, sin embargo no cesa de orar por ellos, aunque rechacen su amor, y aun más, aunque lo desprecien y persigan. Lo hace, puesto que es “de limpio corazón”. El amor ha purificado su corazón de la envidia, malicia, ira, y toda mala índole. Le ha limpiado de orgullo el cual sólo trae contención, y tiene ahora “entrañable misericordia, de benignidad, (FRAGMENTO)